domingo, 11 de septiembre de 2022

Pueblo, Constitución y Democracia.

                                                                                    Guillermo Nieto Arreola

En una democracia que se construye todos los días, no debería darnos miedo apostarle a la diferencia y al diálogo ciudadano, porque ello implica la esencia misma de su conservación. No solo se trata de que un pueblo gobierne, sino que decida quién lo representa y pueda tener la oportunidad de exigirle cuentas y resultados al poder político. Este es un requisito sine qua non en toda sociedad que aspira a vivir respetando las reglas mínimas de acceder al poder (Bobbio), pero también para que éste se legitime. Un gobierno que desconoce el diálogo va en sentido contrario de la democracia, porque para decidir, el pueblo necesita interlocución y ser escuchado a través de puentes de comunicación que garanticen la voz de las mayorías y minorías ciudadanas. Si en su nombre se decide, hablando por él sin un sentido de inclusión, entonces estamos pisando las impurezas de la demagogia, tal y como lo adelantó Aristóteles.

            Construir democracia no solo radica en el respeto a las reglas preestablecidas o el ejercicio del poder bajo el amparo de la Constitución, ya que cualquier abuso legislativo sería suficiente para violar las aspiraciones del pueblo que queda indefenso ante semejante “agandalle” en nombre propio, aún si ello supone actuar en contra de sus derechos fundamentales. Entonces, Constitución y democracia pueden resultar incompatibles si el poder decide anteponer sus intereses en nombre de un pueblo que no está exento de equivocarse a la hora de decidir.

Por eso el problema va más allá que una simple decisión: el pueblo decide libremente, pero se somete a otro tipo de voluntad, como bien lo pensaba Rousseau: el hombre es libre solo en el momento de elegir a sus representantes porque después queda sometido a la voluntad del gobernante. No es para menos, si creemos que la única libertad que existe es el respeto a la ley o que el “hombre es un milagro sin interés”, pero las democracias no son perfectas, corren el riesgo de tomar caminos equivocados, no porque para ello hayan surgido, sino porque el pueblo también es partícipe y responsable de sus decisiones, más allá de que no exista una brújula política que guíe sus aspiraciones.

            En ese sinuoso camino de las decisiones del pueblo, el poder político encuentra un espacio propicio para hacer lo que le plazca, sin rendir cuentas a nadie, marcando la directriz de lo que pueden ser años de olvido y desdén a todo sentido democrático con la voz cantante de la ley y la Constitución en la mano. No podemos soslayar que, a lo largo de la historia hemos visto estos sinsabores de la relación entre pueblo, democracia y Constitución; pero la historia enseña poco cuando las alternancias son más necesidades o remedios caseros para extirpar el abuso del poder, y no son producto de transiciones políticas venidas de menos a más o construidas desde los deseos ciudadanos por edificar un Estado constitucional. Ese es otro problema: la irrupción abrupta de una clase política por el deseo momentáneo del pueblo con sed de democracia, abre las puertas para un escenario de ejercicio del poder que puede resultar peor que la enfermedad. A eso se han expuesto los buenos deseos ciudadanos del mundo, en donde a unos le ha ido bien y a otros muy mal. Es el tiempo el que tiene las respuestas correctas y, ante ello, no hay deseo que se imponga.

            Conjugar las aspiraciones del pueblo, la consolidación de la democracia y la validez de la Constitución es un desafío social, político y jurídico que debe encontrar coincidencias, no divergencias de las cuales el pueblo tenga que arrepentirse a futuro. Si no existe una relación de los deseos ciudadanos con el poder político, la Constitución más que una garantía puede resultar un obstáculo, y eso equivaldría a un distanciamiento social, es decir, a una alteración entre la normalidad y la normatividad que no será suficiente para lograr un Estado constitucional, mucho menos para lograr el bien común o el respeto a los derechos humanos. Habrá que ver si la historia supera aquella idea de Maquiavelo, sobre si “los que han sido elegidos príncipes con el favor popular deban conservar al pueblo como su amigo” y eso les baste para defender la democracia y la Constitución, o de plano los políticos deberán lidiar con el pueblo como “una fiera de múltiples cabezas” (Alexander Pope). Son tiempos de mucha reflexión.                                                

11/08/2022           

miércoles, 30 de marzo de 2022

Los sesgos de la democracia

 

Los sesgos de la democracia

Guillermo Nieto Arreola

No es casual que la democracia mexicana haya transitado por diversos episodios, que van desde los más violentos (1910-1913) hasta los cambios constitucionales que crearon instituciones y permitieron el pluralismo y la libertad que hoy disfrutan los ciudadanos (1917, 1977, 2014). No ha sido un recorrido fácil, lo importante en esto es que esa democracia tiene dueño y, en efecto, lo es el ciudadano. Pero ese ciudadano es un ente político y jurídico complejo, porque si bien toma decisiones comunes, no puede actuar ni pensar de la misma forma como lo hacen todos los que participan en ella. Esa es la razón por la que nació la democracia en el siglo V. a.C., porque debíamos encontrar una formula que nos permitiera sumar nuestras voluntades y respetar nuestras diferencias, es decir, como no todos los ciudadanos piensan y actúan igual, fue necesario decidir con el mayor número posible de voluntades para que la “cosa pública” tuviera una lógica de bien común derivada directamente del sentimiento de una mayoría. Así lo hicieron los griegos y así hemos trascendido a lo largo del tiempo con dicha regla, seguimos ejerciendo el voto mayoritario en temas electorales, legislativos, administrativos y judiciales.

            Como podemos ver, los seres humanos tenemos en la democracia la única y exclusiva regla de razón y diferencia para vivir socialmente en paz. No hay otra: es el único espacio en el que las personas podemos ser diferentes y no agredirnos; la única oportunidad del Estado para que el bien común subsista como razón fundamental de la convivencia y, el principal medio de control al poder político. Sin embargo, la democracia también implica que si existe una regla mayoritaria que se impone, ésta debe respetar a las diversas minorías que piensan y actúan diferente. Esta regla curiosa a veces corre sus propios riesgos internos, porque si bien las minorías pueden actuar irresponsablemente frente al poder para intentar paralizarlo (o derrocarlo violentamente), no hay nada como una mayoría también irresponsable que pretenda desconocer las diferencias o las libertades. Aquí es cuando la democracia pierde su sensatez y el Estado entra en un juego peligroso con su pasado, pues da muestras claras de imponer la ley del más fuerte y caer -sin quererlo- en un estado de naturaleza, tocando las puertas de la anarquía.

            En esos laberintos teóricos se ha venido construyendo la democracia mexicana, a veces sin rumbo y otras con objetivos claros que nos permitiera tomar acuerdos para llevarlos al terreno de lo público. Esa es una de las razones por las cuales nuestra transición política ha dependido mucho de las reformas constitucionales electorales, porque entre las minorías y las mayorías siempre ha existido un sesgo de irresponsabilidad que consume los años y coadyuva a tomar decisiones apresuradas que, con el paso del tiempo, las alternancias quieren eliminar. No es por falta de acuerdos, sino por acuerdos inconclusos o incompletos y, a veces, contextuales, sin mayor discusión.

            Las contradicciones en nuestra vida pública, nos hace olvidar que toda construcción democrática debe llevar de la mano nuestras diferencias para que sepamos qué vamos a acordar en el beneficio de las personas y su relación con el poder político. La circunstancia no debe orillarnos a creer en la idea difusa de que el pueblo quiere o impone, porque el pueblo es un mundo de diversidades culturales, políticas, religiosas y sociales. El pueblo puede serlo todo en una democracia que lo representa, menos un ente homogéneo, porque sus integrantes no piensan ni actúan igual. El pueblo va más allá de ser la base de la democracia, porque es más bien la expresión de una pluralidad, llena de diferencias y múltiples deseos.

            La transición democrática mexicana no está para perder el tiempo en experimentar lo que podría ser la antítesis de aquello que la vio crecer; está para consolidar y mejorar los sistemas de participación y representación políticas, sin que ello signifique un pase automático al desacuerdo con base en reglas mayoritarias irresponsables u oportunismos minoritarios, porque eso nos puede conducir a callejones sin salidas que podría implicar una parálisis política que genere una mayor desconfianza ciudadana hacia su propia democracia. Más de lo mismo no puede ser posible para la democracia mexicana que cree en lo que sí ha sido posible.

30 de marzo de 2022

miércoles, 26 de enero de 2022

“Morir por la libre... por la libertad”

Guillermo Nieto Arreola

Mi solidaridad con el periodismo…

No puede funcionar plenamente una democracia si no se piensa diferente, porque dicha diferencia nutre toda posibilidad de fortalecer la “cosa pública”, aunque haya algunos que no lo entiendan así. Y es que para pensar diferente es indispensable la libertad de expresión, que a la vez fortalece el derecho a la información de manera libre, responsable y razonada. Es decir, en el tema de las libertades, la de pensamiento y de expresión son las que sustentan el debate público, más allá de las incomodidades o molestias que causen al poder. A mayor libertad, mayor debate y no a la inversa.

Sin embargo, estas libertades pueden opacarse por la fuerza o la violencia, venga de donde venga, lo que, en suma, descompone toda esperanza de una democracia que en sí misma, debe sustentarse en un debate libre, sin presiones sicológicas o físicas que impliquen un mal mensaje a la sociedad y genere un rompimiento del “contrato social” relacionado a nuestra responsabilidad de respetar la libertad de expresión de los demás.

Cuando ese proceso de respeto se rompe o -en el peor de los casos- se “mancha” de sangre, la democracia entra en un impasse, en un camino lleno de vicios que ponen en entredicho toda legitimidad y saca a la luz la deshumanización del respeto hacia los valores, exacerbando el ambiente y comunicando desprecio por la persona humana, pues como bien dijo Liu Xiaobo (Premio Nobel de la Paz en 2010): “la libertad de expresión es la base de los derechos humanos, la raíz de la naturaleza humana y la madre de la verdad. Matar la libertad de expresión es insultar los derechos humanos, es reprimir la naturaleza humana y suprimir la verdad.” En síntesis, es ir en contra de nuestra propia democracia, porque la libertad de expresión es la matriz, la condición indispensable de casi cualquier otra forma de libertad (Cardozo, Benjamín).

Tristemente este problema con las libertades no es nuevo, pues el reciente estudio sobre derechos humanos (Human Rights Watch, 2021) nos muestra que el ejercicio periodístico en México es peligroso y se encuentra amenazado tanto por el poder público como por los poderes fácticos, principalmente por la delincuencia organizada dedicada al narcotráfico, equiparando a nuestro país con países como Siria y Afganistán por el número de periodistas asesinados, lo que enciende las alarmas para exigir que ningún asesinato quede impune, que ningún periodista exponga su vida por ejercer su profesión, que nadie desempeñe su oficio con miedo, que nadie pierda la vida “por la libre”, por ejercer su libertad. Que el estado asuma su responsabilidad, aunque se tengan que remover piedras del pasado o del presente.

En toda construcción democrática, por más esperanzadora, ruidosa o divergente, no debe soslayarse que en la medida en que esa voz de libertad vaya perdiendo vida, será en la medida en que iremos desgastando la democracia y con ello, los principios y valores que sustentan un Estado constitucional. La lucha por conservar las libertades no puede permitir que distintas voces se apaguen, porque “si nos quitan la libertad de expresión nos quedamos mudos y silenciosos y nos pueden guiar como ovejas al matadero (George Washington).” Es momento de tomar en serio las libertades. Que nadie más muera por la libre.

 26 de enero de 2022