Guillermo Nieto Arreola
¿Debe una Nación sentirse orgullosa de su identidad? ¿Es la identidad la que sostiene nuestro papel como ciudadanos a lo largo de tantos años de forjar la Nación? En ambos casos la respuesta es afirmativa. Nadie duda de la mexicanidad como el elemento subjetivo, casi heroico de nuestros logros, empero, sí podemos dudar en torno a lo que hemos contemplado o dejado de hacer como ciudadanos. En este último supuesto el panorama no es tan halagador. México es el país del votante, de la desconfianza y de la incredulidad ciudadana en la política. Ello puede resultar un tanto lógico pero no menos importante frente al proceso de transición que vivimos. Hemos luchado por nuestra independencia, celebrado un centenario y bicentenario el año pasado, pero hemos olvidado nuestro verdadero papel como ciudadanos a pesar de las vicisitudes y desperfectos del sistema. Pero debemos ser optimistas, si ello implica un gesto de motivación para nuestra identidad.
Haciendo un repaso histórico, en 1917- dado el alto grado de analfabetismo- se votaba en forma verbal frente al presidente de la casilla; a mediados del siglo XX el voto fue universal a favor de la mujer; a finales de los 70´s se luchó por la representación creando los diputados plurinominales; en el ´89 le dimos vida al IFE; en el ´96 se ciudadanizó el órgano electoral y en 2007 se regularon las precampañas, se prohibió la contratación en radio y TV a cargo de ciudadanos y partidos políticos y se fortaleció la defensa del voto. ¿Estos hechos realmente son logros, aciertos o consecuencias de la compleja lucha por el poder? Y el ciudadano ¿qué debe celebrar cada vez que recuerda ser mexicano o a su terra mater? Estas son preguntas en las que transita el sentir ciudadano, no como requisito para la crítica, sino como necesidad existencial que responda el estado introspectivo que eche a andar al país: para valorar la grandeza de su federalismo que no apreciamos; la maravilla de lo que realmente vale ejercer el voto; exigir la imparcialidad con la que deben conducirse los órganos electorales, la independencia de las autoridades; el honor de ser mexicano en medio de tanta nostalgia violenta. Eso es recordar ser mexicano. Pero hoy, en medio de tantos desencuentros mediáticos y del espectáculo de la política hecha parodia, resulta que el mexicano tiene lo necesario para ser un buen ciudadano, pero no quiere.
Al mexicano sólo le falta hablar, actuar y valorar lo que el sistema le ha dado a lo largo de dos siglos de independencia, cuya identidad ha girado en torno a un Estado de excepción en el que no participa. Si la nacionalidad es sinónimo de identidad y ésta a su vez es sinónimo de un buen ciudadano, estamos también reprobados, porque no hemos logrado encontrar la fórmula adecuada para empujar el desarrollo del país. El sistema electoral está ahí, casi perfecto, como modelo a nivel mundial, pero el dinamismo en el que se desenvuelven partidos y ciudadanos deja mucho qué desear. Tal parece que las leyes electorales (eminentemente restrictivas y de protección al voto), se hicieron para desobedecerlas. El fraude a la ley acompaña al ejercicio de la política, por lo que los órganos electorales se ven obligados a ir combatiendo onerosos conflictos legales en cada proceso electoral, todo por una proyección equivocada de lo que verdaderamente significa ser ciudadano.
La identidad nacional debe girar en una idea de ciudadanía más responsable y comprometida, que participe con lo que el sistema le ofrece; que sancione cuando haya que hacerlo y que vigile cuando así sea necesario. Pero eso no se hace. El dinamismo político en el que navega la ciudadanía en México pareciera que se distanció de los ideales libertarios y revolucionarios de nuestros paladines de la historia, sobre todo, cuando lucharon por la soberanía (siglo XIX) o como cuando exigieron contra el autoritarismo la democracia, la tierra y la libertad (siglo XX).
Ergo, ¿qué tipo de ciudadanía tenemos? ¿Qué sigue a años de distancia de haber logrado nuestra independencia? El sistema, las instituciones, el modelo de partidos están ahí, pero también la lucha descomunal por los cotos del poder, las camarillas, las élites, los poderes fácticos que contaminan lo bueno y, por ende, decepcionan al ciudadano. Esto también es una desgracia, mucho menor que la violencia pero con impactos irreversibles para la vida de una Nación, de un pueblo que observa, analiza, contempla a veces, participa en otras, pero que al final de cuenta, debería levantar la voz no precisamente para gritar viva México, sino para construir el país que le van a heredar a sus hijos y nietos, justamente cuando celebremos otro centenario y nos sigamos preguntando qué hemos hecho como ciudadanos.
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