El mundo da literalmente vueltas y pareciera que se cumple la máxima de John Locke: “el dinero se inventó para acumular la riqueza.” La crisis que estamos presenciando no es más que otro episodio de nuestras desigualdades y la lucha por el control económico mundial. El Estado se ha reducido al límite de las eternas luchas internas por el poder político, pero ellas han perdido su carácter ideológico, sencillamente porque las luchas de las clases sociales están entretenidas en su propia sobrevivencia. La globalización entendida como un proceso de creciente internacionalización del capital financiero, industrial y comercial, nuevas relaciones políticas internacionales y el surgimiento de nuevos procesos productivos, distributivos y de consumo deslocalizados geográficamente, una expansión y uso intensivo de la tecnología sin precedentes, no deja espacio para pensar en órdenes ideológicos puros porque el capitalismo triunfó y ya forma parte de la cultura de los individuos.
A estas alturas nadie pretende compartir lo que posee. Se puede ser altruista pero no comunista. El socialismo ya no es la antítesis del capitalismo porque ambos se complementan; uno necesita del otro. El radicalismo, el anarquismo o la otrora dictadura del proletariado, son meras referencias bibliográficas históricas que nutren el acervo cultural, pero difícilmente le solucionan los problemas a la sociedad en pleno siglo XXI. Hoy son otros los problemas que agobian al mundo (terrorismo, inseguridad, delincuencia, etc.) y por ello los cambios en la política económica afectan en gran medida las decisiones gubernamentales.
El capitalismo ante la crisis económica mundial ha optado por rescates bancarios o automotrices; el socialismo por su parte, se ha abierto a las economías mundiales condicionadas por las reglas del mercado y los seres humanos fundan sus esperanzas en el individualismo como único instrumento para conservar la comunidad política y defender sus derechos. En un contexto así, cómo imaginar luchas ideológicas cuando presenciamos la guerra por el capital y la riqueza en medio de la ineficacia de la clase política por hacer más justo el imperialismo del mercado. Las crisis económicas motivan acumulación de riqueza, más pobreza, reformas políticas constitucionales (como efecto bisagra para unificar a la clase política), emigración, pérdida de la esperanza, etc., lo que trae como consecuencia un ascenso en las formas de hacer política.
Nadie puede soslayar que, vivimos un periodo de crisis económica mundial, en el que existe un periodo de escasez en la producción, comercialización y consumo de productos y servicios en la mayoría de los países. En este sentido, las economías se vuelven cíclicas, porque combinan etapas de expansión con fases de contracción. Bajo este panorama, las crisis económicas administran al Estado y por ende a los individuos. El gran problema es quién determina las pautas para la justicia, es decir, cómo el Estado enfrenta los problemas de desigualdad social ocasionados por la acumulación de riqueza propiciado por el mercado, más aún cuando las crisis permiten la fluidez de capitales sólo a quienes lo poseen.
De esta forma, se abre una corriente alterna de comportamiento dentro de la comunidad, ya que muchos optan por ser altruistas ante las mayorías desiguales y ahí se fundan las políticas públicas con carácter social para que el Estado intente saldar la deuda del bien común ante un problema que no es capaz de enfrentar y resolver el propio individuo, quien ya decidió dejar su suerte al individualismo y la competencia y, en caso contrario, darle sus derechos al Estado a cambio de manutención, lo que conocemos como paternalismo, lo cual ha sido un incentivo para muchas políticas públicas generando mayor pobreza y falta de oportunidades y, en el peor de los casos, mayor dificultad para el desarrollo de una etapa productiva eficaz.
En medio de todo esto, la clase política no discute medidas urgentes para enfrentar la crisis, sino más bien pequeñas dosis de prevención para que el control social no se salga de su cauce; tampoco discute si el capitalismo es o no mejor porque para ellos es un mal necesario. El Estado sabe que ante una crisis económica no hay mucho qué hacer, porque las reglas están dadas y las determina el mercado no la política. Bajo este panorama, los procesos democráticos son una necesidad de hacer copartícipes a los ciudadanos en las decisiones públicas, pero no para abonar una solución a la crisis. La democracia no resuelve el nivel de vida de las personas, sólo garantiza la confianza de que el Estado no desaparecerá.
Las crisis administran al Estado y lo llevan al extremo de cambiar de rumbo cualquier política pública. En esa ambivalencia, capitalismo y socialismo se corresponden porque lo que más les interesa es seguir bajo el mismo pacto, al fin y al cabo saben que nadie se atreverá a discutir un orden ideológico dado cuando esté siempre en peligro su propia sobrevivencia. Por ello, las luchas del Estado en contra de la inseguridad son una necesidad que eleva también el estado de necesidad de los individuos, es decir, ante el miedo, nadie discutirá si el gobernante acierta o se equivoca o, lo que es peor, si el estado restringe libertades fundamentales.
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